lunes, 15 de octubre de 2012

Edgar el altruista: Hambriento de desdicha

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Hace muchísimo tiempo, cuando ni siquiera habían evolucionado los medios de comunicación como la prensa, la televisión o el lanzamiento masivo de obras escritas, pululaba por todo el mundo un hombre pudiente. Este individuo, de unos 40 años, tenía una especie de don majestuoso: podía absorber la tristeza ajena. Edgar, que era así como se llamaba el entrecano aristócrata, decidió un día común que se había cansado de permanecer en su mansión a esperar a la muerte año tras año. Y tras tomar esa decisión abandonó su hogar, se alejó de los enormes jardines que poseía y se despidió de su servicio, al que siguió otorgando un sueldo respetable para que continuara con sus tareas a pesar de su ausencia.

El altruista Edgar, adjetivo con el que comúnmente le describían los afortunados que se topaban con él, siempre vagaba cabizbajo, como si algo le avergonzara. Era evidente que no tenía nada que esconder, pero si actitud se podía desprender de algo evidente: la tristeza que eliminaba de los desdichados le afectaba a él por igual, no desaparecía completamente. Así que la presencia de Edgar era como poco desagradable: su mirada sombría ponía la piel de gallina a los críos que jugaban alegremente en los parques, su pose de indiferencia y la ausencia de felicidad en su rostro helaba la sangre de los adultos y pocos se dejaban ya tocar por el milagroso y excéntrico extranjero.

Una noche, en una de las pocas posadas en las que el dinero permitía a Edgar alojarse a causa de su indumentaria decadente, el altruista no pudo dormir. Los sueños le acosaban, las pesadillas le perseguían noche tras noche y los fantasmas del resto de personas le espiaban desde las esquinas de todas las habitaciones en las que entraba. Pero de todos modos eso era lo que le ocurría normalmente. Lo extraño del sueño durante ese día concreto fue el recuerdo de su difunta esposa.

Rememoró en manos de Morfeo la muerte de su mujer. La visión fue tan nítida que por la mañana la posadera reprendió a Edgar por los gritos que profirió en sueños. Edgar y Priscilla se amaban y trataban bien a sus criados. Priscilla tuvo su primera hija justo antes de alcanzar la edad que la dejo infértil; el nombre de la muchacha era Agatha. Un buen día, Priscilla empezó a sudar desmesuradamente e intercalaba episodios de mal humor con desmayos constantes. Edgar, aterrado, hizo venir a su sanador privado, el más hábil de la zona. El veredicto del doctor fue cruel. Edgar tenía grabadas a fuego las palabras del anciano y su mente las reproducía en eco:

“Priscilla padece la enfermedad más rara de la era en la que vivimos. Aún no sabemos qué la provoca ni por qué los seres humanos somos tan débiles ante ella. Ha empezado con altas fiebres y con cambios bruscos de humor. Seguirá con nerviosismo extremo y erupciones en la piel. Aniquilará todo rastro de belleza en la piel de su amada y finalmente ésta perderá la vida entre lo que nuestra comunidad ha definido como el más terrible de los dolores. Si su esposa no ha tenido la suerte de morir para entonces, irá perdiendo facultades hasta que se convierta en un ser inservible. Siento darle las malas noticias, señor, pero mi oficio me exige que sea directo y conciso”.

Priscilla iba a morir, estaba muerta, de hecho, pero Edgar no supo qué hacer para salvarla. Sabía que era totalmente imposible evitar esa muerte segura, pero se dispuso a hacer de los últimos días de Priscilla una suerte de carta de presentación al Edén. Edgar ordenó edificar un templo construido enteramente de mármol y, en su interior, descansaba la figura de marfil de Priscilla. Esta estatua fue esculpida por uno de los mejores artistas de la época y la idea de Edgar era la de imitar la adoración divina y el modo en el que se les mostraba respeto a sus dioses los habitantes de la Grecia clásica.

La reacción de Priscilla, con Agatha siempre entre sus brazos, al ver el enorme templo construido en su honor, fue de indiferencia total. Sus párpados caídos denotaban cansancio y esa visión no la animó en absoluto.
-Edgar, que mandes construir un mausoleo con mi figura no me evoca demasiado optimismo.
-¡No se trata de un mausoleo, cariño! Es una oda a tu belleza. Tu enfermedad tiene cura, pero debes descansar y legar el cuidado de Agatha al servicio. Es su trabajo.
-¿Belleza? Mi tez es más pálida que la nieve y se aprecia la sangre al correr sin fuerza por mis venas. Me voy con Agatha a cocinar algo. Así quizá me sentiré útil.

Esa fue la última vez que Edgar vio a Priscilla y a Agatha. Cuando se presentó en la cocina para hacerles compañía, solo encontró luz, llamas y humo negro. Edgar quiso gritar, pero no le salían las palabras. Cuando torció la mirada se percató de la nota que permanecía en la puerta, clavada en un puñal:

“No vale la pena vivir como una Diosa si eso implica ser solo una estatua. Escuché el diagnóstico del doctor. Agatha no podría tener una mejor madre que yo misma en el paraíso. Adiós, Edgar, allí nos volveremos a encontrar”.

Cuando la primera lágrima recorrió la mejilla del desdichado por aquél entonces joven, una sombra viscosa y deforme se acercó a él. Priscilla gritaba algo ininteligible y solo conservaba una pequeña parte de la carne del cráneo. Aún vivía y el sufrimiento que debía de sentir parecía mayor que el que le provocaría la enfermedad en su peor fase. Agatha pendía de una pierna de la mano de su madre, totalmente carbonizada y embadurnada en su propia grasa. Edgar se alejó asustado y con el corazón hecho cenizas. Priscilla cayó muerta por fin y el bebé se quebró en cenizas.

Desde aquél día en que Edgar se despidió del único elemento que Pandora no perdió de la caja, la esperanza, se sumió en la tristeza más absoluta y negra. Con el paso del tiempo, Edgar aprendió a ignorar ese sentimiento oscuro y siguió viviendo con normalidad, solo que advirtió que cuando alguien se sentía desdichado, él podía eliminar esa sensación y absorberla para sí. También aprendió que aquella tristeza que absorbía podía ser expulsada, así que tuvo una idea genial: recorrería todo el mundo robando la tristeza de los seres más desamparados. De todos modos, el aristócrata no le dio importancia al por qué poseía ese poder.

Cuando abandonó la posada, acumulando toda la tristeza posible durante años y años, se dijo a sí mismo que aún no había terminado, así que se encaminó al siguiente pueblo. Allí le trataron mucho mejor en el anterior, conscientes de sus buenos actos a pesar de su visión demacrada. El buen trato hizo que Edgar forzara una sonrisa. Pero no se trataba de una sonrisa de felicidad, sino que era un gesto sombrío y retorcido, además de repugnante. El brillo de sus ojos denotaba que ya había cumplido con su objetivo y que ya era el momento de llevar a cabo sus planes. Pero esperó.

Edgar se sentía tan mal que vomitaba la mayoría de comida que injería. Estaba muy satisfecho de su trabajo. Sentía una mezcla de tristeza suicida horrorosa y de felicidad cruel. Se le formaron rojas ojeras y se le hundieron aún más los ojos. Su pelo perdió todo el color y sus huesos se abrían paso a través de la delgada carne.
-Un poco más… -Siseó entre dientes con una voz profunda y frágil.

El agonizante vagabundo llegó por fin a la ciudad más transitada del continente. Utilizó la gran mayoría de sus ingresos para pagar el viaje más rápido posible a sabiendas de que podría morir en el transcurso del camino. Se posicionó en el centro mismo de la ciudad, alzó los brazos y expulsó toda la tristeza acumulada durante tanto tiempo que ni el propio tiempo lo recuerda.

El cielo se ennegreció y las nubes se tornaron violentas, algunos hogares empezaron a arder y a medida que Edgar caminaba, feliz, se iba topando con cadáveres de todas las edades y cuya causa de muerte era más original a cada cuál. Edgar recuperó la sonrisa, las ojeras desaparecieron y su pelo adquirió un tono aún más oscuro que cuando Priscilla vivía. Edgar pudo oír cómo un herrero se golpeaba el cráneo con su martillo y vio a un guarda clavándose con las manos una flecha en el pecho. La desesperación reinaba y Edgar era el rey.

Un muchacho muy joven se resistía a abandonarse al dolor. Se mostraba turbado y permanecía sentado junto al cadáver de lo que debieron de ser una vez sus padres. Edgar se acercó lentamente a él esquivando el cuerpo de un infante decapitado por su madre, que acabó con su vida degollándose con el mismo cuchillo.
-Jovencito, ¿a qué esperas para abandonar el sufrimiento?
El joven no alzó la cabeza. Clavó la mirada en la tierra. –Padre me decía que siempre hay una razón para vivir. La estoy intentando encontrar.
-“Padre” está muerto. –Sonrió. Edgar le tendió el cuchillo de la mujer que estaba a sus pies. –Ve con él.

Edgar el sembrador del caos no quiso volverse a comprobar qué hacía el muchacho porque oyó el dulce sonido de la carne al sangrar. Abandonó la ciudad a paso firme y se asentó en la posada que había en el exterior de la misma. Apartó el cadáver de la cama de la habitación más grande y se tumbó en ella, radiante.

“Aún no te voy a hacer compañía, querida”.

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