miércoles, 12 de diciembre de 2012

El Rey Sin Nombre - Capítulo I

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Todo se encontraba en llamas. Lo único que sus doloridos ojos le permitieron ver al señor de las tierras fue una mujer gimiendo sobre un charco de sangre. Los aullidos que profería no eran únicamente de dolor, pues estaba siendo violada por un hombre más bien delgado, con una larga melena rubia; otro individuo, colocado a cuclillas cerca del torso de la víctima, le agarraba el cuello para que no se moviera. Este último personaje era ancho de espaldas, corpulento y lucía una larga y espesa barba. Los músculos del brazo parecían estar en tensión constante y constrastaban mucho con los del joven acosador, que debía de de pesar cinco veces menos.

El señor feudal intentó incorporarse sin éxito, asustado por una luz carmesí. Luego se dio cuenta de que no era más que la sangra que le manaba desde el cráneo hasta el interior de los ojos, cegándolo momentáneamente.
-Marya. -Fue el único pensamiento que viajó desde su cerebro hasta sus labios en un susurro. La mujer era su esposa, y el pequeño reino que había construido con sus manos algún antepasado suyo hacía generaciones también estaba siendo violado.

El rojo de la sangre se unió al naranja pálido de las llamas. El sonido crepitante era tranquilizador, a pesar de todo, aunque la leña que alimentaba el fuego del hogar era su propia vida.

Los hombres terminaron su trabajo y abandonaron la pequeña habitación donde el señor había hecho refugiar a su mujer. La daba por muerta, nada podía hacer por ella, pero tampoco podía derramar lágrimas porque la muerte lo abrazaba. Las llamas le estaban consumiendo desde el brazo izquierdo, donde cayó un fragmento de viga ardiente, pero en ese instante un caballo desbocado con una espada incrustada en su lomo se acercó desesperado al hombre. Cayó de bruces sobre él antes de que le diera tiempo a seguir huyendo de la Dama Negra, que al final alcanzó al pobre animal. El antaño poderoso señor notó como peso del cuerpo del caballo le rompía el brazo, pero también consumió sus llamas. Optó por desvanecerse y dejarse llevar por la inconsciencia.

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El granjero apartó la vista del fuego que estaba destruyendo su cosecha y gimió, dolorido.
-¿A qué demonios ha venido ese bastonazo, Myrio?
-No solo has dejado de hacer tu trabajo, sino que te has arriesgado a sufrir algún desperfecto en ese cuerpo raquítico. Ese fuego no va a apagarse por mucho que le desafíes con la mirada. -El propietario de la Granja del Mangual, Myrio Tean, volvió sobre lentos pasos a su hogar. -¡Date una ducha y acércate a mi habitación a medianoche! ¡No dejaré a medias esa partida de ajedrez! -Le bramó a lo lejos.

Rik aun recordaba cómo un ejército de desconocidos arrasó sin razón aparente su hogar. Su padre, el caballero más respetado por el rey del lugar, abrió un saco de arroz y allí fue donde colocó a su hijo a pesar de sus protestas. El defensor del señor lanzó el saco lejos de su propio hogar para que los asesinos no le prestaran atención. Por suerte, las llamas no llegaron al contenedor de carne humana y arroz, pero Rik oyó a un bardo cantar que las llamas arrasaron con todo, incluso con el cadáver del rey. Era extraño, pues Rik no recordaba el nombre de su antiguo rey. De todos modos eso no tenía importancia. Toda su familia estaba muerta y el bueno de Myrio le dio tutela cuando apareció entre harapos en un camino comercial. Fue una suerte que el propietario de la granja pasara por allí para vender su mercancía.

El chico terminó de sembrar las zanahorias y los nabos que Myrio vendería a precio de oro en el sur. Por lo visto, allá escaseaban las tierras fértiles. Según se podía oír en las tabernas, la guerra se había agravado. Los campos se alimentaban de sangre y hierro, además de la sal que lanzaban los victoriosos. El conflicto le traía sin cuidado al joven, pero si no conseguía que brotara la cantidad necesaria de alimento, Myrio le partiría los huesos con su bastón.

Al llegar la medianoche, Rik hizo caso de Myrio e intentó ganarle la partida, sin conseguirlo. El muchacho permanecía sombrío y silencioso, cosa que extrañó al anciano barrigudo.

-Muchacho, ¿te sucede algo? No has pronunciado una palabra en toda la partida.
El joven no se lo pensó dos veces antes de preguntarle. Myrio nunca estaba disponible, salvo durante sus partidas semanales de ajedrez.
-Myrio... ¿Por qué quemaron la finca del viejo Fylien?
El anciano suspiró. -Rik, eres muy joven para hablar de estas cosas, pero te lo contaré. Ese viejo consumía más de lo que poseía, ¿entiendes? Vivía por encima de sus posibilidades. ¿Cómo? Les pedía préstamos a los hombres más poderosos de la zona. Por desgracia, estos tipos son todos guerreros que se ganaron sus riquezas a base de tajos y puñetazos. El viejo no les devolvió nunca lo que les debía. Escúchame, niño: Nunca trates con los Ojerosos.
-¿Quienes?
-Así se hacen llamar algunos de los guerreros que sobrevivieron a la Gran Guerra. Algunos no recuerdan el motivo de la misma y, otros, nunca lo conocieron. Son muy hábiles con la espada y creen que tienen derecho a afilarla con los huesos de los que no les satisfagan.
-Así que Fylien les robaba a esos hombres.
-Muy astuto, sí.
Rik sabía que era una ocasión única para realizar la verdadera pregunta.
-¿Viajaste alguna vez a Lecho del Río? -Se forzó a no llorar.
Myrio cerró los ojos largo rato.
-Chico... Comercié en varias ocasiones allá, sí. Ya te he dicho que no conozco a ningún superviviente de la ciudad.
-Apenas conocía a mi padre. Solo sé que servía a un buen rey, pero no consigo recordar su nombre.
-La historia es cruel con los hombres pequeños, chico. Lecho del Río no era una fortaleza armada, sino un idílico emplazamiento rodeado de bellos bosques. Nunca se recordaría el nombre de un rey aislado.

Rik se sentía demasiado mal como para seguir hablando del tema. Hizo ademán de levantarse, pero Myrio le lanzó una capa de piel de oveja.
-Esta noche hará frío. Con esto podrás arroparte.
El sonido de unos nudillos golpeando la puerta principal de la casa del anciano cogió a los dos por sorpresa.
-Ve a ver quién es y dile que venga a verme, muchacho. Estoy muy cansado.

El joven abrió el portón y saludó con rudeza a un hombre rubio, con el pelo largo y brillante. Estaba delgado, por lo que Rik pensó que hacía tiempo que no probaba un buen plato. La armadura tintineó cuando su yegua blanca relinchó, pues el caballero la había colgado de su lomo.
-Perdona, chico. Necesito un lugar donde resguardarme. Parece que va a llover y mi destino queda aún lejos. Te pagaré con monedas de plata.

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