lunes, 13 de mayo de 2013

Despertar de Tinta

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[Este relato lo presenté a un concurso de poca trascendencia aquí en Barcelona. No quedé ni finalista. No soy nadie para juzgar el trabajo de otras personas, pero leyendo las obras finalistas algo me dice que los jueces que valoran estos productos no son demasiado literatos. No me importa no ganar, no me importa no clasificarme. Lo único que pido es que se garantice un mínimo de calidad. Allá va, pues. Es algo limitado ya que se restringía a 3.000 caracteres].

La estación de ferrocarriles de Sabadell estaba completamente vacía cuando llegué. Me pareció muy extraño teniendo en cuenta la gran afluencia que tiene este transporte, pero descarté ese pensamiento tras introducir el billete en la ranura de las puertas. Una vez en el andén me alegré de estar en la mejor de las compañías: la soledad. Uno de los placeres más sencillos y baratos que hay en esta vida es el poder leer o escribir arrullado por el sonido amortiguado de las ruedas del ferrocarril rozando la vía metálica.

El murmuro del viento rozando los cristales del transporte y la nana que comporta el cuadro del hermoso paisaje catalán poseyeron mi mente de tal modo que casi caí en un trance artístico, pero el pitido que advierte la apertura y cierre de las puertas rompió la onírica del momento. Me encontraba ya en Bellaterra y todavía nadie había aparecido. En mi inocencia pensé que sería fantástico llegar hasta Barcelona completamente aislado del mundo.

Cuando la distancia entre estaciones creció aproveché para sacar la libreta que siempre llevo encima y proceder a escribir algo medianamente decente. Hacía semanas que la tinta no fluía con naturalidad y empecé a preocuparme seriamente por mi falta de inspiración. Esa era, básicamente, mi excusa para dejarlo todo y partir hacia la ciudad con más capas históricas de la zona. Hay algo mágico y fantástico tras las antiguas murallas de Barcelona que me atrapa y me sumerge, pero se me antoja inefable.

A medida que iba llenando las páginas de frases sin sentido y de dudosa calidad me sentía más y más frustrado. "Quisiera poder enamorarme de la muerte, ente justo y diligente, fascinante y peligroso, místico pero cercano, desconocido pero cotidiano... Quisiera rozar su tez con mis dedos y besar sus pálidos labios. Quisiera hacerle saber que no le odio, que entiendo sus métodos". Me sentí tan ridículo al haber escrito eso que arranqué la página y la arrojé al fondo del vagón.

La inspiración, pero, llegó a mí acompañada de una chica joven que entró con tranquilidad en el vagón. Se sentó a mi lado. Era hermosa, de piel pálida y de labios carnosos. Bajo sus ojos descansaban unas enormes ojeras, pero eso no le robaba belleza. Estaba ataviada con un largo y elegante vestido negro. Se dirigió hacia mí.

"Nunca dejes de creer en la escritura, pues es más poderosa de lo que un ser humano podría comprender. Mi presencia aquí no sería posible sin la tinta que has derramado sobre el papel. Si sigues deseando que tu alma sea mía te estaré esperando más allá de las puertas del bien y el mal, allá donde residen todos y nadie vive. Recuerda que el arte transgrede los límites de lo que es real; es, de hecho, lo único que me interesa de tu mundo". Me besó con dulzura y apoyó su cara sobre mi hombro derecho. "Seré tuya". Ese último susurro provocó en mí algo que nunca entenderé. El amor despierta mariposas en el estómago, nerviosismo, inseguridad, pasión y locura, al fin y al cabo. Lo que "ella" me hizo sentir me dejó inconsciente.

Lo último que recuerdo es la sonrisa del amable conductor del vehículo asomado por encima de mí.
-Qué, ¿has dormido bien? Ya hemos llegado a Barcelona.
-Perdone, -dije parpadeando para acostumbrarme a la luz. -¿ha visto a una muchacha joven?
-No sabría decirte. Ten en cuenta que han salido más de trescientas personas del ferrocarril.

¿No era el único viajante? La soledad ya no era grata compañía. No sé si desperté de un sueño o si la propia vida lo es. Sí, Barcelona es mágica.

lunes, 6 de mayo de 2013

Dama Noche, negra eternidad

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Su mirada se alzó entre cientos de cuervos de picos bermellón. Las gotas carmesíes caían sobre el suelo encharcado y embarrado en un compás que provocó el nacimiento de una sonrisa en sus rasgos de generosa belleza. La lluvia hacía el amor con la saliva ensangrentada de los carroñeros mientras algunos coreaban en un sonido estridente y desagradable, pero a su vez relajante. A cada paso que ella daba diez cuervos huían surcando los cielos, ya satisfechos por el botín con el que la joven figura los había homenajeado. El número de cadáveres era totalmente indiferente, lo que realmente le importaba a Ella era la cantidad de sangre derramada sobre su sagrado hogar. Los hombres acudían atraídos por su legendaria hermosura, deliciosa como una ambrosía sembrada en el infierno; las mujeres, sin embargo, viajaban hasta allí para pedir consejo sobre la huída del tiempo en aras de la eterna juventud. Ella obsequiaba a todos sus huéspedes con el mismo regalo: La muerte.

Sus mascotas de negro plumaje adoraban el sabor de la sangre de los seres esperanzados, pues la morada de Ella yacía alejada de todo lo llamado civilizado, allende del mar y de las montañas, emplazada en los confines del confín oscuro. El único modo de encontrarla era sumirse a sus deseos, permitir que apareciera en sueños cada noche y abrir el corazón a su alma errante y eterna. Ella guía a todos los que aun conserven el último retazo que Pandora dejó en la caza para apropiarse del tesoro final de la humanidad. La sangre era para sus cuervos, que prestaban sus alas al ser de inefable perfección clavando sus garras en su desnuda espalda pálida y llevándola más allá de las nubes. Más de una vez miraba directamente hacia el Sol, asqueada por esa luz eterna con la que no podía competir –“O no aún”. Luego, escupía con desprecio, recordando que por muy etérea que fuera, la Tierra anclaba su miserable existencia. 

Normalmente pasaba las noches de Luna llena observándola fijamente durante varios minutos hasta que se aburría de lo fascinante del astro blanquecino y puro. –“Al menos eres más interesante que la mayoría de almas mortales que me visitan…”. El coro de gritos ahogados que oía en su interior en el instante de consumir el espíritu de sus víctimas era agradable. Le recordaba a la canción de sangre y plumas de sus estimados cuervos. Por desgracia, la oda no duraba demasiado tiempo y se apagaba junto a Su sonrisa. Cuando cesaba la armonía brotaban lágrimas de sangre de sus hipnotizantes ojos. Cuando eso sucedía, todo el lugar parecía llorar con Ella. Las rocas sudaban musgo, las estatuas lucían ojeras de desolación y las grutas desprendían grava. Se levantó de la tumba de su único amor. La construyó ella misma después de una hermosa relación: Nada más llegar a sus dominios, ese hombre cometió el típico error humano de clavar sus pupilas en la belleza inconcebible que cualquier dios se negaría a creer. La diferencia es que él aguantó su mirada y pudo avanzar hacia ella sin detenerse, seguro. Aguantó sus besos, incluso rasgó sus labios entre salvajes mordiscos de pasión. Aguantó horas, días y semanas de sexo que hicieron brotar árboles de decenas de metros y que hizo eyacular a los cadáveres cenicientos que yacían descompuestos bajo tierra. Ella disfrutó de múltiples orgasmos y quiso llegar a algo más, así que le invitó a entrar en su morada. Los cuervos la guiaron hacia la entrada de la cripta de algún difunto sin nombre y allá sucedieron… Tuvieron lugar… No hay verbo posible para describir lo que allá abajo Ella le hizo a Él. La leyenda solo dice que los cuervos la vieron salir entre suspiros. La sangre picaba su tez y su larga y lisa cabellera parecía descontrolada. Fue la primera y única vez que los cuervos la vieron sudar. Sus prendas estaban ardiendo por causas desconocidas. Esperó a que se consumieran y tejió un vestido negro con su propia sombra. Después se dijo que ese hombre se había ganado el recuerdo en su alcoba eterna, así que le construyó una pequeña tumba. Se levantó y la luz de la Luna iluminó las letras cinceladas que rezaban “Lucifer”. 

Después de su único encuentro casi satisfactorio compuso canciones cuya letra robaría el alma al más aguerrido e insensible guerrero, escribió historias que harían fluir la orina por la entrepierna del juglar más atrevido y creó instrumentos cuyos materiales no se conocían anteriormente que podrían seccionar los brazos del bardo más musculoso. Sus cuervos se llevaron todos estos objetos imbuidos de Su esencia y Ella esperó. Ella sigue, de hecho, esperando.

-Poco a poco se puebla mi ciudad Sin Nombre. –Suspiró exhalando vida y muerte. Todos la amaban y nadie la comprendía. -¿Por qué todo el mundo me mira aterrado cuando mis ojos delatan quién… Qué soy? ¿No es acaso la muerte el regalo más dulce que puede existir? ¿No es acaso mi esencia recipiente suficientemente bello para sus almas? –Como siempre, sus cuervos la escuchaban, pero no respondían.

martes, 18 de diciembre de 2012

La Campana del Cielo - Cuento infantil

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Érase un hombre tan benevolente que hasta los mismísimos ángeles le envidiaban. En toda su vida jamás agravó a nadie, nunca injurió ni calumnió sobre otros individuos y siempre respetó a sus semejantes. Pero la bondad no es resguardo para el barquero del río Estigio. La muerte le avisó durante en sueños de que su estancia en la Tierra tocaba a su fin. Él no se sintió sobresaltado, ni la Parca se mostró agresiva. Lo único que se podía respirar en el ambienta era paz y quietud.

Una vez segada el alma del buen señor, le llegó la hora del juicio eterno. Se iba a decidir si su esencia debía permanecer en el infierno o en el paraíso. El tribunal dictó sentencia sin vacilar ni un instante. "Paraíso" fue lo que dijo el arcángel más imponente, con voz clara, concisa y poderosa. Dos ángeles le tendieron sendas manos y él las agarró con respeto. De repente, se encontraba en un jardín radiante repleto de jóvenes riendo y cantando. El color verde predominaba en la zona, así como el naranja del cielo soleado en el alba eterna.

Cuando se fijó en sus propias manos vio que incluso él era joven. Su vejez se había esfumado con su vida. No tuvo tiempo de acercarse a una magnánima fuente situada en el centro de una pequeña y acogedora plaza, cuando un arcángel le agarró con suavidad del hombro.

-Tú, humano fiel. Tú que has seguido no los designios de un Dios ficticio y vengativo, sino los de un Dios real que desea el bien individual y colectivo. Tú que llegaste a ser feliz sin arrebatar parte del árbol de la vida a nadie. Tú, que a pesar de todo entiendes que los sacrificios son necesarios. Tú has sido otorgado con la bendición de nuestro señor. Podrás pedirle lo que más desees. Una vida, un deseo; no seas avaricioso, ni eclipses la rectitud de tu senda. Cuando estés decidido ven a verme.

El pobre hombre estaba asustado y, además, se sentía inferior al ser blanquecino y alado. Intentó pensar en algo que no tuviera y que deseara con todo fervor y solo se le ocurrió algo que ya no tenía: la compañía de su difunta mujer. Se decidió a reencontrarse con el arcángel y él le llevó ante Dios. No lucía una gran barba blanca como decían las falsas leyendas, ni era tan alto como un gigante. De hecho, era más bien bajo, y su calva estaba rodeada por los pocos pelos que le quedaban. De todos modos parecía el ser más sabio que jamás había presenciado el humano.

-¿Qué tengo el honor de otorgarte, fiel hermano? -La voz de la divinidad era solemne, pero natural.

-Señor, me honraría ser su hermano, pero creo que no soy más que un vasallo a su disposición.

El anciano arqueó las cejas y respondió, algo enojado: -Yo solo soy el guardián del cosmos y de la creación. Cuando yo desaparezca alguien más me sustituirá. El criterio de las fuerzas cósmicas siempre es acertado, pero yo no soy más que un sirviente del todo, como tú y como todos.

El difunto se sintió más seguro y respondió: Quiero tener de vuelta a mi mujer.

-Será muy sencillo crear una réplica exacta. Conservará recuerdos y sentimientos.

La cara del humano denotaba preocupación. -Pero... Señor. Yo quiero a mi esposa de verdad; a la que murió hace 10 años. No una imitación, por muy perfecta que sea. Ella debe de estar esperándome.

Dios sonrió y le preguntó: ¿Estás seguro de lo que deseas?

-Sí, mi señor.

-En ese caso, yo te otorgo el valor y la constancia. Te entrego la esperanza y el tiempo. Te permito blandir el amor como brújula y podrás sortear los obstáculos en tu camino; los habrá. Toma esta rosa de fuego como regalo a la mujer más afortunada -Chasqueó los dedos y apareció una flor formada de llamas. -Y este mapa -le tendió un pergamino enrollado- te permitirá volver a tu hogar aquí sin te rindes en tu búsqueda.
Te concedo la oportunidad de buscar lo que más deseas. Ella está aquí, pero no te diré dónde exactamente. Y el Edén es enorme. Tienes toda la eternidad para encontrarla. Pero lo más importante es que tienes una razón para vivir eternamente antes y después de cumplir tu objetivo.

-Gracias, mi señor. -Y el hombre partió sin decir nada más. Por fin se adentraba en un mundo en el que era algo más que un anciano esperando a la muerte. Algún día le pediría a la Parca de jugar al ajedrez.

Sonó tres veces la campana del cielo cuando el hombre partió. Los ángeles y los espíritus formaron todos ellos una pequeña reverencia. Incluso Dios hizo lo propio, con lágrimas en los ojos.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

El Rey Sin Nombre - Capítulo I

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Todo se encontraba en llamas. Lo único que sus doloridos ojos le permitieron ver al señor de las tierras fue una mujer gimiendo sobre un charco de sangre. Los aullidos que profería no eran únicamente de dolor, pues estaba siendo violada por un hombre más bien delgado, con una larga melena rubia; otro individuo, colocado a cuclillas cerca del torso de la víctima, le agarraba el cuello para que no se moviera. Este último personaje era ancho de espaldas, corpulento y lucía una larga y espesa barba. Los músculos del brazo parecían estar en tensión constante y constrastaban mucho con los del joven acosador, que debía de de pesar cinco veces menos.

El señor feudal intentó incorporarse sin éxito, asustado por una luz carmesí. Luego se dio cuenta de que no era más que la sangra que le manaba desde el cráneo hasta el interior de los ojos, cegándolo momentáneamente.
-Marya. -Fue el único pensamiento que viajó desde su cerebro hasta sus labios en un susurro. La mujer era su esposa, y el pequeño reino que había construido con sus manos algún antepasado suyo hacía generaciones también estaba siendo violado.

El rojo de la sangre se unió al naranja pálido de las llamas. El sonido crepitante era tranquilizador, a pesar de todo, aunque la leña que alimentaba el fuego del hogar era su propia vida.

Los hombres terminaron su trabajo y abandonaron la pequeña habitación donde el señor había hecho refugiar a su mujer. La daba por muerta, nada podía hacer por ella, pero tampoco podía derramar lágrimas porque la muerte lo abrazaba. Las llamas le estaban consumiendo desde el brazo izquierdo, donde cayó un fragmento de viga ardiente, pero en ese instante un caballo desbocado con una espada incrustada en su lomo se acercó desesperado al hombre. Cayó de bruces sobre él antes de que le diera tiempo a seguir huyendo de la Dama Negra, que al final alcanzó al pobre animal. El antaño poderoso señor notó como peso del cuerpo del caballo le rompía el brazo, pero también consumió sus llamas. Optó por desvanecerse y dejarse llevar por la inconsciencia.

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El granjero apartó la vista del fuego que estaba destruyendo su cosecha y gimió, dolorido.
-¿A qué demonios ha venido ese bastonazo, Myrio?
-No solo has dejado de hacer tu trabajo, sino que te has arriesgado a sufrir algún desperfecto en ese cuerpo raquítico. Ese fuego no va a apagarse por mucho que le desafíes con la mirada. -El propietario de la Granja del Mangual, Myrio Tean, volvió sobre lentos pasos a su hogar. -¡Date una ducha y acércate a mi habitación a medianoche! ¡No dejaré a medias esa partida de ajedrez! -Le bramó a lo lejos.

Rik aun recordaba cómo un ejército de desconocidos arrasó sin razón aparente su hogar. Su padre, el caballero más respetado por el rey del lugar, abrió un saco de arroz y allí fue donde colocó a su hijo a pesar de sus protestas. El defensor del señor lanzó el saco lejos de su propio hogar para que los asesinos no le prestaran atención. Por suerte, las llamas no llegaron al contenedor de carne humana y arroz, pero Rik oyó a un bardo cantar que las llamas arrasaron con todo, incluso con el cadáver del rey. Era extraño, pues Rik no recordaba el nombre de su antiguo rey. De todos modos eso no tenía importancia. Toda su familia estaba muerta y el bueno de Myrio le dio tutela cuando apareció entre harapos en un camino comercial. Fue una suerte que el propietario de la granja pasara por allí para vender su mercancía.

El chico terminó de sembrar las zanahorias y los nabos que Myrio vendería a precio de oro en el sur. Por lo visto, allá escaseaban las tierras fértiles. Según se podía oír en las tabernas, la guerra se había agravado. Los campos se alimentaban de sangre y hierro, además de la sal que lanzaban los victoriosos. El conflicto le traía sin cuidado al joven, pero si no conseguía que brotara la cantidad necesaria de alimento, Myrio le partiría los huesos con su bastón.

Al llegar la medianoche, Rik hizo caso de Myrio e intentó ganarle la partida, sin conseguirlo. El muchacho permanecía sombrío y silencioso, cosa que extrañó al anciano barrigudo.

-Muchacho, ¿te sucede algo? No has pronunciado una palabra en toda la partida.
El joven no se lo pensó dos veces antes de preguntarle. Myrio nunca estaba disponible, salvo durante sus partidas semanales de ajedrez.
-Myrio... ¿Por qué quemaron la finca del viejo Fylien?
El anciano suspiró. -Rik, eres muy joven para hablar de estas cosas, pero te lo contaré. Ese viejo consumía más de lo que poseía, ¿entiendes? Vivía por encima de sus posibilidades. ¿Cómo? Les pedía préstamos a los hombres más poderosos de la zona. Por desgracia, estos tipos son todos guerreros que se ganaron sus riquezas a base de tajos y puñetazos. El viejo no les devolvió nunca lo que les debía. Escúchame, niño: Nunca trates con los Ojerosos.
-¿Quienes?
-Así se hacen llamar algunos de los guerreros que sobrevivieron a la Gran Guerra. Algunos no recuerdan el motivo de la misma y, otros, nunca lo conocieron. Son muy hábiles con la espada y creen que tienen derecho a afilarla con los huesos de los que no les satisfagan.
-Así que Fylien les robaba a esos hombres.
-Muy astuto, sí.
Rik sabía que era una ocasión única para realizar la verdadera pregunta.
-¿Viajaste alguna vez a Lecho del Río? -Se forzó a no llorar.
Myrio cerró los ojos largo rato.
-Chico... Comercié en varias ocasiones allá, sí. Ya te he dicho que no conozco a ningún superviviente de la ciudad.
-Apenas conocía a mi padre. Solo sé que servía a un buen rey, pero no consigo recordar su nombre.
-La historia es cruel con los hombres pequeños, chico. Lecho del Río no era una fortaleza armada, sino un idílico emplazamiento rodeado de bellos bosques. Nunca se recordaría el nombre de un rey aislado.

Rik se sentía demasiado mal como para seguir hablando del tema. Hizo ademán de levantarse, pero Myrio le lanzó una capa de piel de oveja.
-Esta noche hará frío. Con esto podrás arroparte.
El sonido de unos nudillos golpeando la puerta principal de la casa del anciano cogió a los dos por sorpresa.
-Ve a ver quién es y dile que venga a verme, muchacho. Estoy muy cansado.

El joven abrió el portón y saludó con rudeza a un hombre rubio, con el pelo largo y brillante. Estaba delgado, por lo que Rik pensó que hacía tiempo que no probaba un buen plato. La armadura tintineó cuando su yegua blanca relinchó, pues el caballero la había colgado de su lomo.
-Perdona, chico. Necesito un lugar donde resguardarme. Parece que va a llover y mi destino queda aún lejos. Te pagaré con monedas de plata.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Manchas de tinta

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El escritor vuelve a casa tras sus frecuentes paseos a través de las pocas zonas verdes que quedan en su ciudad. No se puede permitir viajar a las afueras todos los días ni tampoco quiere alejarse en exceso de lo que le importa realmente. Una vez ha abierto la puerta de entrada de su hogar se da cuenta de que la luz de la lámpara del estudio permanece encendida, y él la había apagado.

Está seguro de que la electricidad debe estar desactivada en esa habitación, pero no le da más importancia y sigue adelante, se dirige al estudio en el que da vida a sus relatos. No hay nada extraño ni fuera de lugar en el cuarto, salvo una hoja de papel sobre el escritorio y un tintero volcado, apenas alejado del papel. Parece como si el recipiente hubiese querido huir de su víctima arbórea. La página está manchada de tinta, pero puede divisar escritos cuando fuerza la vista. El contenido está emborronado, pero no recuerda haber escrito nada durante el día y mucho menos haberlo dejado en casa. Además, él no era tan sucio con sus trabajos. Hace un esfuerzo, se coloca las gafas e intenta descifrar qué dice:

Deja de lamentarte, deja de simular que nada ha ocurrido. Sabes perfectamente lo que sientes y lo que quieres a cambio. No puedes mentirte y no puedes forzar tu corazón para que deje de latir y mucho menos cuando lleva tiempo haciéndolo a ritmo de anemia. Cuando mojas mi cuerpo en tinta para reprocharle a la hoja todo lo que crees saber puedo vislumbrar mucho más de lo que crees. Seguro que no esperarías que tu instrumento se fijara en como te quedas mirando a la nada, fijando la vista en el horizonte a través de la ventana cada vez que escribes su nombre.

Ella; ella posee la palabra más utilizada por ti, la conjunción que me has obligado a crear una y otra vez. La hoja en blanco y yo coincidimos en algo: eres un cobarde. Deja de escribir lo que ya sabes y pasa a la acción. A veces es necesario partir en busca de uno mismo; ten en cuenta que jamás lo dejarás todo pues tienes más suerte de la que crees. Nos duele ver día tras día que tus sentimientos mueren de hambre. Si cometes un error aprenderás de él, no tengas miedo al rechazo. Seguro que es mejor que la nada absoluta en la que te sumes.

En ocasiones dejas caer tu flequillo sobre tu frente, sobre tus ojos. Cuando el viento que entra a través de la ventana y entras en trance, empuja el cabello hacia ti y te ciega momentáneamente, recuerdas su melena vivaz, ondeando como la bandera más triunfal. Ese movimiento colorido te evoca a sus labios rojizos. Hasta en ti mismo guardas fragmentos de ella. ¿Recuerdas lo primero que escribiste en su honor cuando ni siquiera sabías qué ibas a sentir? ¿Qué haces? Estás perdiendo el tiempo día tras día, pues esos paseos tuyos no gestan nada. Ella es el génesis de tu creación. Acéptalo.

Soy solo la varita del mago, pero creo que lo conozco mejor que él mismo. Ella también sabe de ti; aquí está lo primero que le dedicaste, pero solo ella conoce la clave. 

Pista a la muchacha: Cuando él quiere mostrarte algo. Es una pequeña frase de tres palabras.

El escritor alzó la cabeza y despegó sus ojos de la nota. No quiso pensar racionalmente en cómo se había formado ese mensaje, pero creyó que alguien había leído en su alma, así que asintió en silencio y se dispuso a descansar.

A la mañana siguiente, el autor ya tenía un par de maletas pesadas preparadas. Nadie supo nunca a dónde se dirigió, pero de vez en cuando volvía a su hogar para encontrarse con sus antiguos compañeros. Y lo hacía con una sonrisa de oreja a oreja. Era feliz. Solo ellos conocieron su emplazamiento durante sus viajes, nadie más. Ojalá el autor reuniera valor y eso se cumpliera.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Querida Denna

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Querida, respetada y admirada Denna:

En los momentos de angustia insostenible apareces tú ondeando tu melena de ébano, sonriendo. La primera vez que sentí tu presencia podría situarse durante el día en que el joven Kvothe consiguió hacernos romper a llorar a todos en el Eóleo. Sí, el pobre muchacho anduvo buscándote con desesperación cuando le hiciste el amor con tu voz a su canto. Yo tuve la suerte de ver como te alzabas decidida a salvar esa obra artística. Pensé que huirías del local completamente indignada pues tu semblante permanecía serio, pero cuando tu hermosa melodía vocal cogió de la mano a las notas del laúd orgulloso perdí la facultad de razonar. Qué bella me pareciste entonces y qué ignorante fui al retener una imagen tan simple de ti. Sé que entre ese joven genio y tú hay algo especial por el brillo de vuestros ojos cuando cruzáis las miradas. No tengo pretensiones, no me conoces. Ni siquiera me viste y creo que es mejor así. Tratas a los hombres estúpidos y vanidosos como se merecen. Creen presumir de belleza en sus manos pero solo hacen gala de la cretinería que tú misma les sacas a la luz. No te mentiría si te dijera que desearía entregarte mi alma y mi corazón única y enteramente a ti, agridulce néctar divino, pero eso no cambiaría nada. Tú le perteneces a Kvothe y él te pertenece a ti. Sé que hablar de amor a primera vista puede sonar infantil e injustificado, pero creo que es lo que sentí cuando tus iris me hipnotizaron. No sufras por mí, yo no lo haré. Sé feliz, que eso es lo que intentaré con todas mis fuerzas.

Sé más de lo que crees por la sencilla razón de que estudio con el famoso pelirrojo en la Universidad. Formo parte del Arcano aunque no soy ni por asomo tan brillante como él. La verdad es que me cae bastante bien aunque apenas hemos intercambiado palabras. Él ha sido amable conmigo y yo lo seré con él a partir de ahora. Si me llegara el rumor de que corres peligro, abandonaría mis estudios momentáneamente (suerte que pagamos por bimestres) e iría raudo a protegerte desde las sombras. Es muy reservado, pero hablo de él porque es evidente que existe una chispa entre vosotros dos, lo aceptéis o no. A pesar de todo, el arcanista más joven del lugar no entiende en absoluto a las mujeres. Te podrá parecer divertido y puede que a veces te consterne, pero por favor, no pierdas la paciencia con él. 

Quisiera ser, si me lo permitieras, tu ángel guardián, tus alas de ébano en el abismo y tu llama en la oscuridad. Lo único que quiero a cambio es que sigas viviendo, pero felizmente. No quiero que ligues tu vida con nadie a causa de presiones externas ni nada por el estilo. Pasará lo que tenga que pasar y, en un mundo tan peligroso como el nuestro, la muerte acecha en cada esquina. Todos hemos tenido problemas y me puedo imaginar que tu vida no es un lecho de rosas. Por esa misma razón necesito saber que un capricho de Tehlu como tú está sana y a salvo. Tengo la extraña sensación de que todo se va a complicar con el paso del tiempo y no sé por qué.

Por cierto, ¿sabes qué mosca le ha picado a Kvothe con los Chandrian? No deja de preguntar por ahí si alguien tiene algún libro de referencia sobre ellos. Me imagino que querrá componer alguna nueva canción pero… ¡Menudo tema más truculento que ha ido a escoger!

No te he vuelto a ver por aquí en semanas. Y eso que frecuento el Eóleo… A pesar de todo he pagado un par de talentos a un muchacho fiel para que te busque día tras día hasta que pueda entregarte esta carta. Es mucho dinero, pero ¿de qué sirve éste si no hace su función?

Para terminar, déjame enumerar lo menos importante de tu persona: le hermosura total. Denna, si existiera un reino de perfección, tú serías su soberana. Qué envidia le tengo a tu larga cabellera cuando roza tu tez fina y aparentemente suave…. Siento algo de temor cuando por azares de la vida nos percatamos de la presencia del otro. Alguna vez me has mirado sin querer durante esas ajetreadas noches de licores y arte. Tu mirada denota… ¿Inteligencia? Pero inmadurez. No te ofendas. Creo que eres el símbolo viviente de la mujer imposible, del amor que escapa y que solo aparece cuando le apetece. Creo que Kvothe piensa lo mismo. Sin más dilación te dejo que sigas con tu vida como normalmente, pero nunca te infravalores, Denna, porque eres una estrella en el universo y brillas mucho más que el fuego azul de los seres más terribles y alumbras con más potencia y pureza que el fuego de las antorchas de los Amyr.

Eternamente tuyo, y desde mi pseudónimo, 
                                   Oniris

lunes, 15 de octubre de 2012

Edgar el altruista: Hambriento de desdicha

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Hace muchísimo tiempo, cuando ni siquiera habían evolucionado los medios de comunicación como la prensa, la televisión o el lanzamiento masivo de obras escritas, pululaba por todo el mundo un hombre pudiente. Este individuo, de unos 40 años, tenía una especie de don majestuoso: podía absorber la tristeza ajena. Edgar, que era así como se llamaba el entrecano aristócrata, decidió un día común que se había cansado de permanecer en su mansión a esperar a la muerte año tras año. Y tras tomar esa decisión abandonó su hogar, se alejó de los enormes jardines que poseía y se despidió de su servicio, al que siguió otorgando un sueldo respetable para que continuara con sus tareas a pesar de su ausencia.

El altruista Edgar, adjetivo con el que comúnmente le describían los afortunados que se topaban con él, siempre vagaba cabizbajo, como si algo le avergonzara. Era evidente que no tenía nada que esconder, pero si actitud se podía desprender de algo evidente: la tristeza que eliminaba de los desdichados le afectaba a él por igual, no desaparecía completamente. Así que la presencia de Edgar era como poco desagradable: su mirada sombría ponía la piel de gallina a los críos que jugaban alegremente en los parques, su pose de indiferencia y la ausencia de felicidad en su rostro helaba la sangre de los adultos y pocos se dejaban ya tocar por el milagroso y excéntrico extranjero.

Una noche, en una de las pocas posadas en las que el dinero permitía a Edgar alojarse a causa de su indumentaria decadente, el altruista no pudo dormir. Los sueños le acosaban, las pesadillas le perseguían noche tras noche y los fantasmas del resto de personas le espiaban desde las esquinas de todas las habitaciones en las que entraba. Pero de todos modos eso era lo que le ocurría normalmente. Lo extraño del sueño durante ese día concreto fue el recuerdo de su difunta esposa.

Rememoró en manos de Morfeo la muerte de su mujer. La visión fue tan nítida que por la mañana la posadera reprendió a Edgar por los gritos que profirió en sueños. Edgar y Priscilla se amaban y trataban bien a sus criados. Priscilla tuvo su primera hija justo antes de alcanzar la edad que la dejo infértil; el nombre de la muchacha era Agatha. Un buen día, Priscilla empezó a sudar desmesuradamente e intercalaba episodios de mal humor con desmayos constantes. Edgar, aterrado, hizo venir a su sanador privado, el más hábil de la zona. El veredicto del doctor fue cruel. Edgar tenía grabadas a fuego las palabras del anciano y su mente las reproducía en eco:

“Priscilla padece la enfermedad más rara de la era en la que vivimos. Aún no sabemos qué la provoca ni por qué los seres humanos somos tan débiles ante ella. Ha empezado con altas fiebres y con cambios bruscos de humor. Seguirá con nerviosismo extremo y erupciones en la piel. Aniquilará todo rastro de belleza en la piel de su amada y finalmente ésta perderá la vida entre lo que nuestra comunidad ha definido como el más terrible de los dolores. Si su esposa no ha tenido la suerte de morir para entonces, irá perdiendo facultades hasta que se convierta en un ser inservible. Siento darle las malas noticias, señor, pero mi oficio me exige que sea directo y conciso”.

Priscilla iba a morir, estaba muerta, de hecho, pero Edgar no supo qué hacer para salvarla. Sabía que era totalmente imposible evitar esa muerte segura, pero se dispuso a hacer de los últimos días de Priscilla una suerte de carta de presentación al Edén. Edgar ordenó edificar un templo construido enteramente de mármol y, en su interior, descansaba la figura de marfil de Priscilla. Esta estatua fue esculpida por uno de los mejores artistas de la época y la idea de Edgar era la de imitar la adoración divina y el modo en el que se les mostraba respeto a sus dioses los habitantes de la Grecia clásica.

La reacción de Priscilla, con Agatha siempre entre sus brazos, al ver el enorme templo construido en su honor, fue de indiferencia total. Sus párpados caídos denotaban cansancio y esa visión no la animó en absoluto.
-Edgar, que mandes construir un mausoleo con mi figura no me evoca demasiado optimismo.
-¡No se trata de un mausoleo, cariño! Es una oda a tu belleza. Tu enfermedad tiene cura, pero debes descansar y legar el cuidado de Agatha al servicio. Es su trabajo.
-¿Belleza? Mi tez es más pálida que la nieve y se aprecia la sangre al correr sin fuerza por mis venas. Me voy con Agatha a cocinar algo. Así quizá me sentiré útil.

Esa fue la última vez que Edgar vio a Priscilla y a Agatha. Cuando se presentó en la cocina para hacerles compañía, solo encontró luz, llamas y humo negro. Edgar quiso gritar, pero no le salían las palabras. Cuando torció la mirada se percató de la nota que permanecía en la puerta, clavada en un puñal:

“No vale la pena vivir como una Diosa si eso implica ser solo una estatua. Escuché el diagnóstico del doctor. Agatha no podría tener una mejor madre que yo misma en el paraíso. Adiós, Edgar, allí nos volveremos a encontrar”.

Cuando la primera lágrima recorrió la mejilla del desdichado por aquél entonces joven, una sombra viscosa y deforme se acercó a él. Priscilla gritaba algo ininteligible y solo conservaba una pequeña parte de la carne del cráneo. Aún vivía y el sufrimiento que debía de sentir parecía mayor que el que le provocaría la enfermedad en su peor fase. Agatha pendía de una pierna de la mano de su madre, totalmente carbonizada y embadurnada en su propia grasa. Edgar se alejó asustado y con el corazón hecho cenizas. Priscilla cayó muerta por fin y el bebé se quebró en cenizas.

Desde aquél día en que Edgar se despidió del único elemento que Pandora no perdió de la caja, la esperanza, se sumió en la tristeza más absoluta y negra. Con el paso del tiempo, Edgar aprendió a ignorar ese sentimiento oscuro y siguió viviendo con normalidad, solo que advirtió que cuando alguien se sentía desdichado, él podía eliminar esa sensación y absorberla para sí. También aprendió que aquella tristeza que absorbía podía ser expulsada, así que tuvo una idea genial: recorrería todo el mundo robando la tristeza de los seres más desamparados. De todos modos, el aristócrata no le dio importancia al por qué poseía ese poder.

Cuando abandonó la posada, acumulando toda la tristeza posible durante años y años, se dijo a sí mismo que aún no había terminado, así que se encaminó al siguiente pueblo. Allí le trataron mucho mejor en el anterior, conscientes de sus buenos actos a pesar de su visión demacrada. El buen trato hizo que Edgar forzara una sonrisa. Pero no se trataba de una sonrisa de felicidad, sino que era un gesto sombrío y retorcido, además de repugnante. El brillo de sus ojos denotaba que ya había cumplido con su objetivo y que ya era el momento de llevar a cabo sus planes. Pero esperó.

Edgar se sentía tan mal que vomitaba la mayoría de comida que injería. Estaba muy satisfecho de su trabajo. Sentía una mezcla de tristeza suicida horrorosa y de felicidad cruel. Se le formaron rojas ojeras y se le hundieron aún más los ojos. Su pelo perdió todo el color y sus huesos se abrían paso a través de la delgada carne.
-Un poco más… -Siseó entre dientes con una voz profunda y frágil.

El agonizante vagabundo llegó por fin a la ciudad más transitada del continente. Utilizó la gran mayoría de sus ingresos para pagar el viaje más rápido posible a sabiendas de que podría morir en el transcurso del camino. Se posicionó en el centro mismo de la ciudad, alzó los brazos y expulsó toda la tristeza acumulada durante tanto tiempo que ni el propio tiempo lo recuerda.

El cielo se ennegreció y las nubes se tornaron violentas, algunos hogares empezaron a arder y a medida que Edgar caminaba, feliz, se iba topando con cadáveres de todas las edades y cuya causa de muerte era más original a cada cuál. Edgar recuperó la sonrisa, las ojeras desaparecieron y su pelo adquirió un tono aún más oscuro que cuando Priscilla vivía. Edgar pudo oír cómo un herrero se golpeaba el cráneo con su martillo y vio a un guarda clavándose con las manos una flecha en el pecho. La desesperación reinaba y Edgar era el rey.

Un muchacho muy joven se resistía a abandonarse al dolor. Se mostraba turbado y permanecía sentado junto al cadáver de lo que debieron de ser una vez sus padres. Edgar se acercó lentamente a él esquivando el cuerpo de un infante decapitado por su madre, que acabó con su vida degollándose con el mismo cuchillo.
-Jovencito, ¿a qué esperas para abandonar el sufrimiento?
El joven no alzó la cabeza. Clavó la mirada en la tierra. –Padre me decía que siempre hay una razón para vivir. La estoy intentando encontrar.
-“Padre” está muerto. –Sonrió. Edgar le tendió el cuchillo de la mujer que estaba a sus pies. –Ve con él.

Edgar el sembrador del caos no quiso volverse a comprobar qué hacía el muchacho porque oyó el dulce sonido de la carne al sangrar. Abandonó la ciudad a paso firme y se asentó en la posada que había en el exterior de la misma. Apartó el cadáver de la cama de la habitación más grande y se tumbó en ella, radiante.

“Aún no te voy a hacer compañía, querida”.