Hace
muchísimo tiempo, cuando ni siquiera habían evolucionado los medios de
comunicación como la prensa, la televisión o el lanzamiento masivo de obras
escritas, pululaba por todo el mundo un hombre pudiente. Este individuo, de
unos 40 años, tenía una especie de don majestuoso: podía absorber la tristeza
ajena. Edgar, que era así como se llamaba el entrecano aristócrata, decidió un
día común que se había cansado de permanecer en su mansión a esperar a la
muerte año tras año. Y tras tomar esa decisión abandonó su hogar, se alejó de
los enormes jardines que poseía y se despidió de su servicio, al que siguió
otorgando un sueldo respetable para que continuara con sus tareas a pesar de su
ausencia.
El
altruista Edgar, adjetivo con el que comúnmente le describían los afortunados
que se topaban con él, siempre vagaba cabizbajo, como si algo le avergonzara.
Era evidente que no tenía nada que esconder, pero si actitud se podía
desprender de algo evidente: la tristeza que eliminaba de los desdichados le
afectaba a él por igual, no desaparecía completamente. Así que la presencia de
Edgar era como poco desagradable: su mirada sombría ponía la piel de gallina a
los críos que jugaban alegremente en los parques, su pose de indiferencia y la
ausencia de felicidad en su rostro helaba la sangre de los adultos y pocos se
dejaban ya tocar por el milagroso y excéntrico extranjero.
Una
noche, en una de las pocas posadas en las que el dinero permitía a Edgar
alojarse a causa de su indumentaria decadente, el altruista no pudo dormir. Los
sueños le acosaban, las pesadillas le perseguían noche tras noche y los
fantasmas del resto de personas le espiaban desde las esquinas de todas las
habitaciones en las que entraba. Pero de todos modos eso era lo que le ocurría
normalmente. Lo extraño del sueño durante ese día concreto fue el recuerdo de
su difunta esposa.
Rememoró
en manos de Morfeo la muerte de su mujer. La visión fue tan nítida que por la
mañana la posadera reprendió a Edgar por los gritos que profirió en sueños.
Edgar y Priscilla se amaban y trataban bien a sus criados. Priscilla tuvo su
primera hija justo antes de alcanzar la edad que la dejo infértil; el nombre de
la muchacha era Agatha. Un buen día, Priscilla empezó a sudar desmesuradamente
e intercalaba episodios de mal humor con desmayos constantes. Edgar, aterrado,
hizo venir a su sanador privado, el más hábil de la zona. El veredicto del
doctor fue cruel. Edgar tenía grabadas a fuego las palabras del anciano y su
mente las reproducía en eco:
“Priscilla padece la enfermedad más
rara de la era en la que vivimos. Aún no sabemos qué la provoca ni por qué los
seres humanos somos tan débiles ante ella. Ha empezado con altas fiebres y con
cambios bruscos de humor. Seguirá con nerviosismo extremo y erupciones en la
piel. Aniquilará todo rastro de belleza en la piel de su amada y finalmente
ésta perderá la vida entre lo que nuestra comunidad ha definido como el más
terrible de los dolores. Si su esposa no ha tenido la suerte de morir para entonces,
irá perdiendo facultades hasta que se convierta en un ser inservible. Siento
darle las malas noticias, señor, pero mi oficio me exige que sea directo y
conciso”.
Priscilla
iba a morir, estaba muerta, de hecho, pero Edgar no supo qué hacer para salvarla.
Sabía que era totalmente imposible evitar esa muerte segura, pero se dispuso a
hacer de los últimos días de Priscilla una suerte de carta de presentación al
Edén. Edgar ordenó edificar un templo construido enteramente de mármol y, en su
interior, descansaba la figura de marfil de Priscilla. Esta estatua fue
esculpida por uno de los mejores artistas de la época y la idea de Edgar era la
de imitar la adoración divina y el modo en el que se les mostraba respeto a sus
dioses los habitantes de la
Grecia clásica.
La
reacción de Priscilla, con Agatha siempre entre sus brazos, al ver el enorme
templo construido en su honor, fue de indiferencia total. Sus párpados caídos
denotaban cansancio y esa visión no la animó en absoluto.
-Edgar,
que mandes construir un mausoleo con mi figura no me evoca demasiado optimismo.
-¡No
se trata de un mausoleo, cariño! Es una oda a tu belleza. Tu enfermedad tiene
cura, pero debes descansar y legar el cuidado de Agatha al servicio. Es su
trabajo.
-¿Belleza?
Mi tez es más pálida que la nieve y se aprecia la sangre al correr sin fuerza
por mis venas. Me voy con Agatha a cocinar algo. Así quizá me sentiré útil.
Esa
fue la última vez que Edgar vio a Priscilla y a Agatha. Cuando se presentó en
la cocina para hacerles compañía, solo encontró luz, llamas y humo negro. Edgar
quiso gritar, pero no le salían las palabras. Cuando torció la mirada se
percató de la nota que permanecía en la puerta, clavada en un puñal:
“No vale la pena vivir como una Diosa
si eso implica ser solo una estatua. Escuché el diagnóstico del doctor. Agatha
no podría tener una mejor madre que yo misma en el paraíso. Adiós, Edgar, allí
nos volveremos a encontrar”.
Cuando
la primera lágrima recorrió la mejilla del desdichado por aquél entonces joven,
una sombra viscosa y deforme se acercó a él. Priscilla gritaba algo
ininteligible y solo conservaba una pequeña parte de la carne del cráneo. Aún
vivía y el sufrimiento que debía de sentir parecía mayor que el que le
provocaría la enfermedad en su peor fase. Agatha pendía de una pierna de la
mano de su madre, totalmente carbonizada y embadurnada en su propia grasa.
Edgar se alejó asustado y con el corazón hecho cenizas. Priscilla cayó muerta
por fin y el bebé se quebró en cenizas.
Desde
aquél día en que Edgar se despidió del único elemento que Pandora no perdió de
la caja, la esperanza, se sumió en la tristeza más absoluta y negra. Con el
paso del tiempo, Edgar aprendió a ignorar ese sentimiento oscuro y siguió
viviendo con normalidad, solo que advirtió que cuando alguien se sentía
desdichado, él podía eliminar esa sensación y absorberla para sí. También
aprendió que aquella tristeza que absorbía podía ser expulsada, así que tuvo
una idea genial: recorrería todo el mundo robando la tristeza de los seres más
desamparados. De todos modos, el aristócrata no le dio importancia al por qué
poseía ese poder.
Cuando
abandonó la posada, acumulando toda la tristeza posible durante años y años, se
dijo a sí mismo que aún no había terminado, así que se encaminó al siguiente
pueblo. Allí le trataron mucho mejor en el anterior, conscientes de sus buenos
actos a pesar de su visión demacrada. El buen trato hizo que Edgar forzara una
sonrisa. Pero no se trataba de una sonrisa de felicidad, sino que era un gesto
sombrío y retorcido, además de repugnante. El brillo de sus ojos denotaba que
ya había cumplido con su objetivo y que ya era el momento de llevar a cabo sus
planes. Pero esperó.
Edgar
se sentía tan mal que vomitaba la mayoría de comida que injería. Estaba muy
satisfecho de su trabajo. Sentía una mezcla de tristeza suicida horrorosa y de
felicidad cruel. Se le formaron rojas ojeras y se le hundieron aún más los
ojos. Su pelo perdió todo el color y sus huesos se abrían paso a través de la
delgada carne.
-Un
poco más… -Siseó entre dientes con una voz profunda y frágil.
El
agonizante vagabundo llegó por fin a la ciudad más transitada del continente. Utilizó
la gran mayoría de sus ingresos para pagar el viaje más rápido posible a
sabiendas de que podría morir en el transcurso del camino. Se posicionó en el
centro mismo de la ciudad, alzó los brazos y expulsó toda la tristeza acumulada
durante tanto tiempo que ni el propio tiempo lo recuerda.
El
cielo se ennegreció y las nubes se tornaron violentas, algunos hogares
empezaron a arder y a medida que Edgar caminaba, feliz, se iba topando con
cadáveres de todas las edades y cuya causa de muerte era más original a cada
cuál. Edgar recuperó la sonrisa, las ojeras desaparecieron y su pelo adquirió
un tono aún más oscuro que cuando Priscilla vivía. Edgar pudo oír cómo un
herrero se golpeaba el cráneo con su martillo y vio a un guarda clavándose con
las manos una flecha en el pecho. La desesperación reinaba y Edgar era el rey.
Un
muchacho muy joven se resistía a abandonarse al dolor. Se mostraba turbado y
permanecía sentado junto al cadáver de lo que debieron de ser una vez sus
padres. Edgar se acercó lentamente a él esquivando el cuerpo de un infante
decapitado por su madre, que acabó con su vida degollándose con el mismo
cuchillo.
-Jovencito,
¿a qué esperas para abandonar el sufrimiento?
El
joven no alzó la cabeza. Clavó la mirada en la tierra. –Padre me decía que
siempre hay una razón para vivir. La estoy intentando encontrar.
-“Padre”
está muerto. –Sonrió. Edgar le tendió el cuchillo de la mujer que estaba a sus
pies. –Ve con él.
Edgar
el sembrador del caos no quiso volverse a comprobar qué hacía el muchacho
porque oyó el dulce sonido de la carne al sangrar. Abandonó la ciudad a paso
firme y se asentó en la posada que había en el exterior de la misma. Apartó el
cadáver de la cama de la habitación más grande y se tumbó en ella, radiante.
“Aún no te voy a hacer compañía,
querida”.